lunes, 23 de septiembre de 2013

Alguna vez en el Postulantado

En un día de transición entre el verano y el otoño, en una tarde de sol suave y aire limpio que hacía presagiar una noche fría, el Maestro de Novicios entregó el primer cuestionario bimensual del año de Noviciado. Tomás lo recibió con curiosidad y un poco de miedo, y enseguida que el Maestro acabó de dar las instrucciones pertinentes, salió corriendo para la habitación a comenzarlo. Mientras subía por las escaleras y estaba pendiente de no tropezarse con la sotana, leyó la primera pregunta: ¿Se ha burlado o ha murmurado usted de algún miembro de la comunidad?

Lo primero que hizo al entrar en la habitación fue poner la radio que clandestinamente tenía y que todos toleraban, porque gracias a esa pequeña mentira todos podían saber algo de lo que pasaba fuera. La situación estaba muy tensa desde hacía tiempo en la sociedad, nadie se ponía de acuerdo y dentro del Parlamento se habían hecho trincheras, construidas sobre los intereses políticos de algunos y sobre la conciencia sencilla e ingenua de muchos. Las noticias de la tarde comenzaron con el sorprendente anuncio de que habían metido a los leones que custodiaban las puertas de la Cámara para que pelearan entre ellos en la zona central del hemiciclo. Los secretario  se convirtieron en domadores improvisados, que hacían lo que podían para poder tomar notas de los insultos de sus señorías al mismo tiempo que intentaban no ser devorados por las fieras. A Tomás se le vino a la cabeza la imagen de un circo romano, sin saber todavía que él iba a ser una de las víctimas sobre la arena.

Aturdido por la complejidad del asunto y con la ansiedad propia del que sabe que la situación le supera, apagó la radio e intentó concentrarse en la primera pregunta del cuestionario, del que se había distraído. Después de pensar un rato, escribió: "Alguna vez en el postulantado".

lunes, 16 de septiembre de 2013

Frente al espejo

Mientras la corte daba un paseo por los bosques del castillo, el rey se paró, agarró con la mano izquierda la empuñadura de la espada, puso la mano derecha sobre su pecho, estiró el cuello y alzó la mirada al cielo. Acaba de adoptar, por disposición divina, la postura que indicaba que comenzaba a orar. Y toda la corte a su alrededor comenzó a adoptar, por disposición real, posturas retorcidas y caras compungidas. Esta escena se repetía cada tarde y formaba parte de la larga lista de situaciones artificiales que se creaban en el pequeño mundo de la corte de un inmenso reino.

El orden que imperaba por todas partes y el protocolo estricto que medía cada segundo en aquel castillo era, a los ojos del mundo, inamovible. Pero cada noche, cuando cada uno estaba en su alcoba como ovejas sin pastor, el rey se desnudaba y contemplaba su cuerpo frente al espejo. Ya se notaba el envejecimiento en los tobillos hinchados y el paso de los años en la flacidez de la barriga y entonces, el peso de la realidad le tranquilizaba. Era su momento, el de su vida sin artificios, y oraba en silencio: "Necesito fuerza para acabar con este teatro". No le hizo falta porque cada noche, cuando cada uno estaba en su habitación libre de la vigilancia de los guardianes del orden, los cortesanos se desnudaban y observaban en el espejo lo que de verdad había en sus vidas, y se decían de maneras distintas: "Hay que acabar con este teatro". Así comenzó la revolución en aquel reino, que acabaría con lo que parecía inmutable y daría rienda suelta a la libertad que cada uno soñaba.

De alguna manera, la verdad de lo que somos nos une, porque todos tenemos el deseo de superar aquello que nos oprime para vivir una vida común que empieza y acaba para todos por igual. Esta es la utopía, que se construye cada noche allí donde acaba el peso de la historia y comienzan los sueños.

jueves, 12 de septiembre de 2013

La semilla del mal

El portazo sonó seco y corto a pesar de lo grande y vacío que era aquel rellano. Carlos, el que acababa de pegar el portazo, más conocido en Barcelona como el marqués de la Puerta, llevaba toda la vida escenificando un papel que cada vez se le daba mejor, y como siempre hacía cada viernes por la tarde, se fue al puerto después de salir de aquel edificio antiguo y señorial y de haber engañado al abogado de su futura ex-mujer.

Carlitos provenía de una peculiar familia que vivía cerca del puerto, porque su madre se alimentaba de la esperanza depositada en un marinero que la había dejado embarazada un par de veces, y también porque el médico le había prescrito a su hermano pequeño que respirara aire del mar, ya que sufría de un extraño asma que empeoraba con el aire seco y que le provocaba desmayos súbitos. Esta enfermedad les reportaba algo de dinero gracias a una bolsa de caridad que tenían unas monjas para ayudar a niños con enfermedades raras. Cada viernes se iban los tres a los amarres, a esperar contra toda esperanza al marinero que traería dinero y un poco de sentido a sus vidas, y allí se llevaban sus deberes y las ganas de jugar con otros niños. El aburrimiento llevaba a los dos hermanos a jugar a identificar las banderas de los barcos que entraban en el puerto, y casi siempre ganaba Carlos, que ya había estudiado las banderas en el colegio. En una ocasión, vieron que se acercaba un barco gigantesco con aspecto de elefante, como no habían visto nunca, y decidieron que el que adivinara el país de origen en primer lugar sería el vencedor de todas las veces que habían jugado hasta entonces. Con ese pacto que habían hecho, la tensión se volvió muy intensa y mucho más que hubo de ponerse. Ambos se esforzaban por ver con la mayor claridad posible la bandera que ondeaba en la popa, pero estaba roída y parecía un poco descolorida, como si hubiera sido roja en otro momento de mayor gloria. Carlos pensó entonces que podría ser la bandera de China, pero no dijo nada por miedo a equivocarse. El barco ya estaba atracado, cerca de donde estaban, y Carlos, por más que pensaba, no lograba identificar la bandera. En ese momento, el hermano pequeño se alzó con aires de triunfo y gritó ¡Túnez!, y mientras respiraba profundo como un atleta al final de una carrera ganada, las compuertas del barco se abrieron expulsando una cantidad ingente de aire seco del desierto tunecino, que penetró hasta lo más profundo del hermanito de Carlos. Como era lógico en esa circunstancia, tuvo un desmayo súbito y cayó como una piedra al mar desde el muelle.

Mientras caminaba acelerado  hacia el puerto después de mostrar al abogado un contrato falso prematrimonial, Carlos no paraba de darle vueltas a ese momento en el que su hermano despertó de una muerte casi segura en el muelle del puerto, porque ese había sido el principio de una vida repleta de engaños. Cuando el pequeño abrió los ojos, le dijo susurrando a su hermano "creo que he tragado tanta agua de mar, que ya no siento los efectos de mi asma". Y Carlos se espantó tanto al pensar que les quitarían la pequeña paga por enfermedad, que le dijo que nunca volviera a decir eso delante de nadie, es más, que simulara que iba a peor. Desde entonces todo fue una escalada de mentiras y prestigio al mismo tiempo, desde entonces empezó a descubrir el gusto por la manipulación y los beneficios a corto plazo que eso le reportaba, desde entonces comenzó una actuación vital hasta el punto de que ya nadie, ni siquiera su hermano, le llamaba Carlitos. Porque Carlitos comenzó a desparecer el día que comenzaron las mentiras o, más bien, el día que se hizo consciente sin darse cuenta de que había nacido para sobrevivir.

Al llegar al puerto con la tranquilidad de que se quedaría con el antiguo piso de la playa de sus suegros y con la mitad del piso del centro de la ciudad, vio el cartel de una película de miedo para adolescentes. Pero a él no le daban miedo los vampiros, ni los demonios, ni la magia negra, porque sabía que había algún marinero joven y guapo que iba sembrando la semilla del mal por los puertos del Mediterráneo, y que él mismo era hijo de ese diablo.

Ya se hacía tarde y tenía que volver al apartamento de soltero, pero mientras se alejaba volvió la cabeza y vio que se acercaba un barco inmenso con una bandera vieja que había sido roja años atrás, y ese día sí que era de China.


lunes, 9 de septiembre de 2013

Un cielo para Nico

Él corazón se le iba acelerando mientras aumentaba el ritmo de la carrera, la lluvia empapaba toda su ropa y estaba empezando a calar su carne, el frío le hacía tiritar y había dejado de sentir los pies. Pero lo peor era el sentimiento de incertidumbre que le recorría el estómago por la decisión tomada. Ya estaba atardeciendo en Bucarest, el clima había cambiado radicalmente y a todos había pillado desprevenidos, no sólo a Nico.

Al llegar al pequeño piso que compartía con hermanos, primos, cuñadas y niños a los que apenas identificaba, sorteó con la agilidad y rapidez que pudo todo tipo de objetos, personas y colchones que había hasta llegar donde estaba su madre, sentada como una matriarca sobre unos cojines y con la espalda apoyada en la pared, y le dijo tartamudeando, con hipo, titiritando y casi asfixiado: "me voy a España".

Así comenzaba una nueva vida para Nico y para muchos rumanos que ese día se habían visto sorprendidos por una lluvia invernal en medio de la primavera. Curiosamente, esa semana se produjo la mayor salida de rumanos hacia el extranjero, y bien se podría decir que fue un eslabón importante en la historia de salvación de la humanidad, porque esta historia no la escriben los vencedores, sino el cielo.

Después de varios años trabajando allá y acá, contento de poder mandar algo de dinero para su madre y su clan, Nico se vio sorprendido por una nueva crisis, y ahora pide limosna en la puerta de un supermercado que anuncia ofertas de leche, solomillo de cerdo y desodorante. Debajo de esos grandes carteles que se renuevan cada semana permanece nuestro amigo sentado, ofreciendo ensanchar nuestro corazón más allá de los estrechos márgenes de fraternidad que nos acomodan, porque con una sonrisa te recibe y te cuenta su pequeña historia, contento por haber sido valiente y por mantenerse todavía en pie, y agradecido por toda pequeña ayuda y gesto de cercanía. Sin darse cuenta, él y muchos como él se han convertido en una oferta de salvación y liberación para los que buscamos ofertas en los carteles de plástico de los supermercados.

La lluvia hace crecer las cosechas, desborda los ríos, remueve los lodos y hace emigrar a las personas, por eso no podemos estar indiferentes a lo que ocurre en nuestro cielo.