lunes, 16 de septiembre de 2013

Frente al espejo

Mientras la corte daba un paseo por los bosques del castillo, el rey se paró, agarró con la mano izquierda la empuñadura de la espada, puso la mano derecha sobre su pecho, estiró el cuello y alzó la mirada al cielo. Acaba de adoptar, por disposición divina, la postura que indicaba que comenzaba a orar. Y toda la corte a su alrededor comenzó a adoptar, por disposición real, posturas retorcidas y caras compungidas. Esta escena se repetía cada tarde y formaba parte de la larga lista de situaciones artificiales que se creaban en el pequeño mundo de la corte de un inmenso reino.

El orden que imperaba por todas partes y el protocolo estricto que medía cada segundo en aquel castillo era, a los ojos del mundo, inamovible. Pero cada noche, cuando cada uno estaba en su alcoba como ovejas sin pastor, el rey se desnudaba y contemplaba su cuerpo frente al espejo. Ya se notaba el envejecimiento en los tobillos hinchados y el paso de los años en la flacidez de la barriga y entonces, el peso de la realidad le tranquilizaba. Era su momento, el de su vida sin artificios, y oraba en silencio: "Necesito fuerza para acabar con este teatro". No le hizo falta porque cada noche, cuando cada uno estaba en su habitación libre de la vigilancia de los guardianes del orden, los cortesanos se desnudaban y observaban en el espejo lo que de verdad había en sus vidas, y se decían de maneras distintas: "Hay que acabar con este teatro". Así comenzó la revolución en aquel reino, que acabaría con lo que parecía inmutable y daría rienda suelta a la libertad que cada uno soñaba.

De alguna manera, la verdad de lo que somos nos une, porque todos tenemos el deseo de superar aquello que nos oprime para vivir una vida común que empieza y acaba para todos por igual. Esta es la utopía, que se construye cada noche allí donde acaba el peso de la historia y comienzan los sueños.

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