martes, 22 de octubre de 2013

El libro de Manu

En casa de Pura se oía con mucha frecuencia que siempre ha habido clases. Esta expresión le llamaba mucho la atención porque no entendía bien qué significaba eso de las clases. Para ella era obvio que tenía que haber varias clases a no ser que en los colegios quisieran tener a todos los niños en un mismo lugar. Era una de esas cosas de los adultos que no entendía y no quería entender para no llevarse una arenga de su estricto padre hablándole del valor de la prudencia y la discreción. Una vez le pasó que no entendía bien qué significaba eso que decía su madre de que "quien mal casa, tarde enviuda", pero como le sonaba a casamiento, se lo dijo a su tía la rebelde, la que se casó embarazada, el día de su boda en la acción de gracias. Es por eso que sabía que, en cuestión de refranes, mejor callar y no preguntar.

Ese día era sábado y como tantos otros sábados, Pura se apresuró a ponerse guapa para ir al centro con su madre. Salieron de casa e hicieron la misma rutina que todos los fines de semana; se fueron a las mismas tiendas a las que iban siempre, en unas se vendían zapatos de tacón de aguja, en otras se vendían perfumes con nombres franceses que olían a sándalo y azahar, en otras compraban braguitas de algodón egipcio y bufandas de de lana de cashmere. Y siempre acaban tomándose un café y un helado en una de esas cafeterías decoradas con maderas barnizadas y pasamanos de bronce, sentadas en una mesita de mármol con pie de hierro fundido de las que daban a la plaza de las palomas. El sábado era siempre el mismo, siempre rutinario, pero Pura se sentía cómoda yendo a los sitios a los que la llevaba su madre. No podía imaginarse entrando en una de esas tiendas en las que se vendían medias de colores estridentes, ni tomándose un helado en un bar que pareciera una peña de fútbol. El gurú posmoderno con el que se había casado su tía la rebelde siempre decía que todos estamos marcados por un destino del que es muy difícil salir, que estamos encasillados en nuestro orden social y regidos por las leyes de un tal Manu, que tenía un nombre bastante español para ser indio, queramos o no queramos. Era difícil entender a ese tío político tan raro, pero intuía que lo que decía tenía que ver con los sábados.

En uno de esos sábados rutinarios y placenteros en los que Pura y su madre reafirmaban su condición social, salieron de una chocolatería después de haber comprado bombones amargos de chocolate belga, y Pura se percató de la mendiga que había en la puerta. Le preguntó a su madre que por qué estaba esa mujer ahí, y mientras su madre sacaba una moneda del bolso para que la niña se la diera a la pobre, le dijo: "Siempre ha habido clases". Pura se sonrió con satisfacción porque había entendido el dichoso refrán y a su tío hierbatero. Y una extraña sensación de triunfo y se apoderó de ella porque, de alguna manera, había tomado el control sobre la realidad que la esclavizaba.

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