miércoles, 2 de octubre de 2013

El valor de un café

Marta salía de la clase con los nervios típicos de un examen que había salido mal. Iba con los bolígrafos en una mano, el jersey colgando de un brazo, la carpeta bajo el otro brazo y la mochila colgando de un hombro, mientras intentaba encender el móvil. Al cerrar la puerta de la clase y dejar atrás al profesor más antipático de la facultad de Derecho, se percató con pavor que se había olvidado el carnet de la Universidad encima del pupitre. Si hubiera sido un lápiz lo hubiera dejado, incluso si hubiera sido el jersey, pero no el carnet, indispensable para sacar el coche del aparcamiento. En ese momento, a punto de llorar, un alumno estirado de los que estudian dos carreras al mismo tiempo y que esperaba a que un amigo saliera del examen para tomar una cerveza, se le acercó para preguntarle si quedaba mucho tiempo para que acabara la prueba. A Marta se le soltó la lengua, y de una manera un tanto descarada le preguntó si no le importaba entrar en la clase para cogerle el carnet que se había dejado. Joaquín, amante de la corrección y las buenas costumbres, declinó la oferta, pero a cambio la invitaría a tomarse un café mientras esperaban a que acabase el examen para poder entrar en el aula y recoger el dichoso carnet.

Aquel horrible café de la Universidad, famoso en Sevilla por su sabor agrio y su textura aguada, se alargó durante varios años. La gente pasaba en la cafetería, algunos se sentaban y estaban largo rato, pero nadie se quedaba, y a Marta y Joaquín les daba igual que llegara la noche y las luces se apagaran. Ellos seguían allí disfrutando de la compañía mutua y sin esperar a que nadie les despertara del sueño. Un buen día de otoño, después de varias generaciones, ambos volvieron a sus casas con la firme determinación de decirle a sus respectivos padres que se casaban. Después de la bronca que se llevaron por haber estado tantos años sin aparecer por casa con la única excusa de que el café se alargó, recibieron la bendición para casarse. La boda fue por todo lo alto, pero si la celebración se recuerda por algo en el sur de España es porque sirvieron el mejor café que jamás se había probado por esas tierras. Ese detalle del café era el que más preocupaba a los novios, cansados de tomar ese sucedáneo horrendo de la Universidad.

La vida de casados transcurría con la normalidad propia de unos jóvenes entusiastas, pero también con la ignorancia propia de unos jóvenes que creen sólo en sus propias capacidades. Querían que todo estuviera bien, que todo fuera perfecto. Y así la convivencia y las ilusiones se fueron desgastando. Un día, Joaquín perdió hasta la ilusión por tomar un buen café, y compró el más barato que había en el supermercado. A la mañana siguiente abrió el paquete de café barato y puso la cafetera mientras Marta terminaba de ducharse, y cuando comenzaron a desayunar con aquel brebaje, algo se iluminó en sus ojos, y sintieron que el tiempo se paraba como en aquella mañana universitaria. Sus mentes se abrieron y comprendieron que no son los acontecimientos medidos y encorsetados los que alimentan el amor, sino que es el amor mismo el que endulza hasta el café más amargo.

Desde aquel día dejaron de preocuparse por el café, y por el color de la pared y por las cortinas pasadas de moda. Y empezaron a preocuparse por vivir.


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