martes, 12 de noviembre de 2013

Adoleciendo

Todavía estaba sufriendo los últimos coletazos de la adolescencia cuando conseguí mi primer trabajo como periodista. Aquel primer trabajo se presentaba como algo apasionante que me permitiría contar al mundo lo que realmente ocurría a nuestro alrededor. En el primer y flamante día, en el primer e interesante trabajo, lo primero que me encargaron fue cubrir un concierto de un grupo de música para adolescentes. Aquel primer encargo fue el gran primer fiasco, ignorando que la candidez de mis retazos de adolescente me permitirían empaparme de todo lo nuevo a lo que solo un jovenzano puede adaptarse. Ya no recuerdo qué impresión me causó su música, ni recuerdo la crítica que hice esa noche al acabar el espectáculo.  Lo que sí recuerdo es que las espectadoras adolescentes, mientras gritaban con el entusiasmo superficial propio de su edad, no miraron a sus ídolos directamente en todo el concierto porque justo cuando aquellos muchachos salieron al escenario los brazos de las chiquillas se estiraron, y contemplaban todo lo que ocurría a través de las pantallas de sus móviles. Me extrañó mucho porque hubiera sido más cómodo haber visto el concierto en la televisión de sus casas.

Pero ese comportamiento extraño y absurdo era solo el comienzo de una nueva era, de una nueva etapa en la vida de la humanidad y yo no podía darme cuenta en ese momento porque creía que ya era mayor como para que me afectaran las novedades. Después del concierto observé con extrañeza y curiosidad que los brazos de las jóvenes seguían erguidos y que contemplaban todo lo que ocurría a su alrededor a través de la pantalla del móvil. Y no solo eso sino que incluso se hablaban a través del móvil, como si la amiga que estaba su lado estuviera en Australia. Desde que los adolescentes pudieron grabar sus conciertos en directo, ver a la gente con el brazo erguido mientras sujetaban su teléfono y miraban a través de las pantallas, se fue haciendo cada vez más normal y yo mismo, asistente por accidente a un concierto para jóvenes, comencé a erguir el brazo móvil en mano. Y también se fue haciendo normal que todo el mundo se colocara los auriculares, así que yo también empecé a hacerlo. Era maravilloso, mi estado de ánimo empezó a mejorar porque ahora veía el mundo desde una pantalla que me permitía controlar lo que sucedía. Podía dar marcha atrás y recordar exactamente un momento divertido, podía poner música a un día gris y hacer que pareciera un musical de Broadway, podía distraerme en el metro sin necesidad de andar cargado con un libro, podía eliminar las escenas que me incomodaban y podía hablar con la persona que deseara en cada momento, incluso con mi compañero de piso. También me fui haciendo más solidario y altruista, y envié tres euros de ayuda a Filipinas apenas unos minutos después de enterarme de la tragedia a través de la cuenta bancaria online, .

La vida empezaba a presentarse de otra manera, ya no calculaba mi felicidad sino que me dejaba arrastrar por los placeres de una vida a mi antojo. Pero la felicidad también tiene sus límites, y en este caso dependía de la batería del móvil. Efectivamente, en un día de descuido la batería se agotó mientras caminaba por la calle. En aquel instante me sentí descolocado, como cuando vivía enfrentado directamente a la realidad, y cuando bajé el brazo con mucho esfuerzo y me quité los auriculares, vi a mi alrededor a una masa de personas con el brazo erguido disfrutando de la realidad a su medida mientras que yo andaba confundido, como un ser humano en medio de una manada de zombis que no saben a dónde van. Busqué corriendo alguna tienda con la mirada, pues no podía utilizar google, y vi que a algunos metros había una tienda de informática. Entré con vergüenza, y el chico que atendía se sorprendió de que alguien le pidiera una batería de móvil con la voz, sin emoticonos ni imágenes del producto que quería. Sentía que me grababa con su móvil y me pidió permiso para subir a youtube aquella escena, la de un hombre que pide algo a cara descubierta. Le di permiso porque sabía que después compartiría ese vídeo en mi cuenta y subiría mi número de seguidores en twitter. El tiempo pasaba lentamente porque no había música que acompañara mi sentimiento de desesperación, y ni siquiera podía cambiar mi estado en facebook. La angustia solo terminó cuando pude volver a poner la batería al móvil y erguí el brazo. Sentí que me adormecía y que ya podía volver a ser normal. Ahora puedo compartir esta experiencia con vosotros, algo que hubiera sido imposible sin un móvil y sin internet.

Por cierto, por más que hago memoria no me acuerdo del nombre de ese grupo de música al que me mandaron el primer día de trabajo como periodista, quizás porque hay cosas que no dejan huella, cosas que son lo que son y sirven para un momento, como la adolescencia.

Enviado desde mi móvil hace 1 hora.

Cómo dolerme de cada una de las vidas que una tragedia ha sesgado. Cómo dolerme con las personas que han perdido a sus familiares. Cómo dolerme cuando tengo tanto con lo que distraerme.

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