jueves, 28 de noviembre de 2013

Caperucita Roja (+18)

Rosa se despidió de su abuela con un beso antes de irse al turno de noche de la fábrica de ropa en la que trabajaba. O eso era lo que su abuela pensaba.

Desde muy pequeña, Rosa había vivido con su abuela, ya que su padre las abandonó a ella y a su madre, y al poco la mamá enfermó de locura e ingresó en un centro para los que sufren a causa del desamor. Como siempre la abuela estaba allí para afrontar una situación que se sumaba al largo historial de desamores que había en la familia, ya que ella misma se quedó viuda a los pocos meses de la boda y embarazada, y era hija de una joven barcelonesa y un marinero tirano que plantaba su semilla por los puertos del Mediterráneo prometiendo a todas amor eterno. A la abuela le gustaba pensar que su nieta Rosa no había heredado el mal del desamor, y Rosa no quería defraudarla haciéndole saber que era prostituta. Fue su madre, la loca, la que le dijo que tenía que hacerse cargo de la abuela, y la que le daba consejos para que no le sucediera nada malo con ningún cliente.

Cada noche al salir de casa, Rosa mudaba su piel de empleada textil por su piel. Se ponía las botas de plástico negro que le llegaban por encima de las rodillas, las medias de rejilla, el pantaloncito de color rosa chicle y la camiseta ajustada roja que le dejaba la barriga al descubierto. No tenía más remedio si quería seguir pagando el alquiler y los cuidados que necesitaba la vieja valiente. Cada noche se iba por la calles donde había más alumbrado de los polígonos y nunca perdía de vista al chulo.

Pero una noche se entretuvo en un callejón al que había ido a orinar y se encontró con un vecino del bloque que la reconoció a pesar de tanta piel y tanta oscuridad. Ella quiso hacerse la despistada pero no hubo escapatoria, y el lobo se aprovechó de su debilidad. Le pidió desfavores sexuales gratuitos para no contarle a su abuela que había heredado el gen del desamor, y ella se negó rotundamente porque sabía que el sexo gratuito está reservado para los que se enamoran.

A la mañana siguiente Rosa se metió en la cama exhausta y oyó que el timbre de la puerta sonaba, pero tenía tanto sueño que se quedó dormida. Y cuando se levantó y salió de la habitación para tomarse un café reponedor, se encontró de bruces con su abuela tendida en el suelo y la puerta del piso abierta. No le dio tiempo a ponerse a llorar cuando se acordó de su vecino, y entendió que su abuela había muerto de la pena.

En este cuento no hay un cazador que llena el estómago del lobo de piedras porque en este cuento el lobo ya tiene las entrañas petrificadas, pero sí que hay un chulo que se enteró de lo sucedido; por eso, cuando lo tiró al río, el lobo se hundió. Al volver a casa rayando el alba, Rosa pasó por el puente y oyó unos aullidos que salían de las aguas y supo quién era el que aullaba desde el fango, y es que las entrañas de piedra no se ahogan ni mueren hasta que se hagan de carne. Esa mañana no pudo dormir y se puso a escuchar Rozalén, pensando que si algún día pudiera vivir sus canciones, sería como entrar en el cielo.

(Una de las cosas que Santa Teresa dice del infierno es que es un lugar estrecho, como una concavidad al final de un pasillo oscuro. Y anoche, pasando por la circunvalación de Granada vi decenas de mujeres vendiéndose por las calles de los polígonos adyacentes, y el coche se me hizo pequeño, asfixiante, y sentí que el cinturón me ahogaba, que el volante me apretaba las nalgas y que las ventanas me aplastaban los cachetes. Fue como pasar por el infierno. Pero me resisto a pensar que el dolor o la desesperación tienen la última palabra, y creo que algún día serán esas prostitutas las que me agarren del brazo y tiren de mí para sacarme del coche. Quizás ya lo estén haciendo)

No hay comentarios:

Publicar un comentario