lunes, 2 de diciembre de 2013

El árbol de la vida (o una bonita historia vocacional)

Me había criado jugando a la pelota en la plaza, bajo el árbol enclenque que no cubría de la lluvia en invierno y no daba sombra en verano. Y conmigo siempre estaba Andrés.

Siempre hay alguien a tu lado que sin decirte nada te acompaña, alguien que te ayuda sin que te des cuenta en su momento a mirar la vida, la muerte y el amor de frente. Hay muchas personas que duran un rato y después desaparecen, quizás te hayan dejado un buen sabor de boca y un recuerdo agradable. Pero hay muy pocas personas que van a estar siempre ahí, su compañía nunca se acaba porque no está basada en un interés pasajero, y cuando no están cerca su recuerdo lo empapa todo y una gota de sudor te cae por la frente haciéndote creer que te está tocando, o una brisa de aire choca contra tu nuca y el leve sonido hace que creas que te está musitando algo, o la sombra de un pájaro que echa a volar desde la rama del árbol bajo el que te criaste te hace sentir que va a aparecer en ese momento. Andrés era de este tipo de personas.

Andrés era callado y siempre le poníamos de defensa, porque era bastante malo y se abstraía en sus pensamientos mientras la pelota le pasaba por el lado. Era incapaz de correr detrás de nadie, incapaz de hacer alguna entrada, incapaz de hacer un pase que acabara en un miembro de su equipo, era realmente malo y no demostraba ningún tipo de interés por mejorar. Pero sabía todos nuestros secretos, quizás por eso le dejábamos jugar, porque sentíamos con él un algo muy conocido por el ser humano que está entre el miedo y la admiración, entre el rechazo y la envidia, algo que te remite a una dimensión deseada pero no buscada.

En uno de esos días en los que el cielo tiene un azul intenso y luminoso y no te deja ver bien porque has pasado toda la noche en vela, íbamos Andrés y yo caminando por una de las calles más comerciales y transitadas de la ciudad. El tráfico provocaba un ruido ensordecedor, la gente tenía que gritar para escucharse, todos iban corriendo y la cantidad de mensajes publicitarios que había por todas partes no te permitía pensar en otra cosa que no fuera comprar. Y de repente, como hacía muchas veces, Andrés se paró en seco, pero esta vez me agarró del brazo con agresividad. Y yo también me paré en seco. Y sentí ganas de llorar. Y dejé de oír el grito de la llamada a ser uno más. Y dejé de estimularme por la ropa, la gente guapa, los colores de moda, las prisas, el móvil. Y entonces oí el verdadero ruido de la vida. Escuché el llanto de un niño pequeño que veía a sus padres discutir, escuché el corazón de una joven desengañada, escuché que la señora que pide en la puerta de la iglesia habla rumano, escuché la rabia contenida de una señora muy bien vestida, escuché la sonrisa de un joven universitario que acababa de aprobar una asignatura, escuché el llanto de alegría de una dependienta que por fin era tía. Y envolviéndolo todo se escuchaba el latido de un corazón eterno que marcaba el ritmo de la vida. Escuché las voces ocultas de lo que verdaderamente soy y sentí la fibra de eternidad que recorre el cuerpo desde el dedo gordo del pie hasta el último pelo de la cabeza. Y me sentí perdido.

Andrés me soltó del brazo y los martillos de las obras se volvieron a apoderar de mí, volvieron a golpear mi cabeza provocándome un dolor intenso, construyendo de nuevo la ilusión de que todo está controlado por mí y mis semejantes. Siempre había pensado que Andrés estaba enfermo y que padecía de algún síntoma extraño de tipo psicológico, y era verdad que estaba enfermo, enfermo de realidad. Si esos arrebatos los había tenido desde pequeño vi normal que no jugara bien al fútbol, y vi normal que todos le hubiéramos contado en algún momento un secreto. Y no entendía cómo podía seguir vivo en un mundo de muertos.

Por eso no me extrañó cuando una mañana nublada de verano salí a correr, y vi un tumulto de personas alrededor del árbol bajo el que me había criado. Miraban a Andrés, que se había quedado abrazado al árbol y no había quien le pudiera soltar de su abrazo eterno. Los días pasaron y seguía abrazado al árbol, mimetizándose con su corteza hasta que unos diez meses después de que se lo encontraran abrazado ya apenas se le distinguía. El arbolito débil empezó a convertirse en un árbol robusto que cubría y protegía a toda la plaza en la que nos habíamos criado, y ese lugar dejó de ser sólo para los que jugábamos al fútbol, y empezaron a llegar personas de toda la ciudad que necesitaban encontrarse con la realidad, con la verdad de lo que ellos eran realmente. Y se veía a Rosa imbuida en la música de Rozalén, y a Marta y Andrés agarrados de la mano y mirándose, y a Pura ensuciándose sus zapatos nuevos entre las raíces que empezaban a levantar el asfalto, y a una monja intentando perdonar a una hermana de comunidad. Esa plaza se convirtió en el reflejo más fiel de lo que era la ciudad, pero no se incluía en la propaganda de turismo.

A la vejez me doy cuenta de que hay muchos árboles enclenques en todas las ciudades y pueblos esperando un abrazo que les devuelva el vigor para que los seres humanos podamos reencontrarnos con lo que somos. Quizás a muchos nos hayan entrado ganas de quedarnos abrazados a un árbol alguna vez, pero eso sólo es posible para los que están enfermos de realidad y oyen el latido del corazón de Dios.

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